Cuento
Don Casimiro contempla desde su vieja ventana de marco de madera reseca y vidrios agarrados por fe a cuatro delgados clavos, el baño de oro que el rey sol confiere a las chacras, siempre apacibles, que deleitan los ojos hasta donde uno llega a ver; el viento, laxo por la eglógica escena, sopla leves vaivenes meciendo los huiros1, como el arrullo materno. El anciano mira y sigue mirando, campea los lampos de luz que las frescas hojas generan cuando se mueven: pequeños espejillos, e intenta fijar su mirada en lo profundo de los cerros… recorre con la mente sus días, recuerda su vida de raudo campesino: jamás pisó más lares que sus chacras2, no probó más aguas que las de su puquio3. Nunca salió de allí, aunque pudo, no quiso.
Una brisa húmeda y fresca, por el humor del campo, inundaba la solitaria habitación. El ventanal, aunque cerrado, dejaba entrar la respiración de la natura misma, el pequeño cuarto de madera, pintado de blanco albayalde amarillento y envejecido, se iluminaba a esas horas de la tarde; unos pequeños y raídos banderines de la fiesta popular de hace unos meses atrás cuelgan amarradas de su casa a un par de postes de eucalipto, completan la escena roncando contra el viento, retorciéndose a su merced, como el alma de aquel viejo de barba rala.
En un arrebato de energía, usa sus menguadas fuerzas e intenta colocar su mano charqueada4 sobre aquel listón de chopo añejo que en otro tiempo domó con su serrucho de doble mango, y lo hizo el marco de su única ventana; ese compañero de aventuras cotidianas descansa apoyado en un tapial allá en la chacra, anaranjado por el óxido, cada diente doblado es un chopo vencido, un molle dominado; lucido con una capa blanquecina que alguna patuda araña le confeccionó y con uno de sus mangos de madera reventado por la fuerza de la tierra mojada y viva, parece un viejo comandante que espera uniformado el llamado… Su callosa y huesuda mano trabajada le recuerda sus ayeres que hoy son tufo rancio de su pasado: feliz y sencillo: dorado como los trigales y tranquilo como los cerros.
Todo en él es austero: su cuarto está limpio, sin muchas cosas, una mesita de noche, su cama de fierro y colchón de lana tupida, su silleta, la mesa donde se apoya para comer, la cocina de kerosene, ahora de alcohol, y un pequeño mueble donde reposan su jarra, su tetera, una olla y tres platos todos de porcelana desportillada, pero elegante: solemne. Es un cuarto simple pero sincero, como él.
Don Casimiro ¡Chacarero trejo5!, su lucha era constante: contra su pasado, contra sus dolores, contra él mismo. Nadie sabe porqué aún no se ha ido.
¿Qué lo detiene? No se sabe en realidad. Fuerzas tiene: pocas, pero tiene. Él aún no ha colgado los caucachos6. Tal vez por ahí espera la visita de su hijo, podría ser que los murmullos de las comadres rollizas del domingo después de la misa sean ciertos… Ya hace tiempo que dejó de salir al pueblo, su asistencia se limita a la procesión del patrón de su tierra al cual es devoto, con su huaccali7, la camisa de lana sin almidón ya, su ternito deslavado conectado por tirantes y zapatos llenitos de barro.
Todos piensan que solo espera el llamado de la Eloísa, su mujer. Nunca se repuso de ese aciago momento. o eso dice el chismoseo del panadero Braulio, uno de los pocos que le presta palabra – Ese viejo es un tronco– poniendo su sonrisa irónica. Dice que una tarde lo invitó a pasar, Casimiro le compró unos cuantos panes y lo invitó a merendar por las vísperas8, en silencio les dieron vuelta con un poco de té con hojas de cedrón, una comunión que duró sus buenos cuarenta minutos y concluyó por parte del anfitrión con un seco pero profundo: “Muchas gracias”.
–Habla poco pero es buen señor– así dice cada vez que le preguntan. Braulio tiene de sincero lo que sus panes el sabor de levadura fresca y de leche nata nata9.
¡Ah, Don Casimiro! Vestidito de bayeta y sombrero, nunca se quejó de nada, era buen hombre y campesino, su corazón vivía por los rayos del sol mistiano: puros y certeros, esos que lo vieron nacer con la matrona en un año que ya ni recuerda, esos mismos que lo verán morir.
Ya sentado en su lecho, habiéndose sacado el sombrero y desabotonado su cuello para no sentirse más aprisionado, dijo entre feliz y amargado –Mañana bajaré: hay faina10.
Don Casimiro se acuesta y ruega porque mañana todo sea mejor, ruega por su lucha contra el presente, ruega por su tierra y se pregunta: ¿Quién cuidará con tanto cariño su chacrita?, ruega por la memoria de su mujer: recuerdo de su amor más puro y por su hijo, aquel que voló para no regresar; ruega como un niño, con las manitos juntas y los ojos desorbitados por alguna culpa agrandada: insignificante. Termina la súplica y luego suspira tranquilo, las fuerzas lo dejan y se entrega al descanso.
Cuando es hora de que el astro entre los astros se esconda radiante, llega el momento donde el cielo se tiñe de sangre y fuego y se cubre todo lentamente con la penumbra de la noche. La soledad y el silencio invade los campos, para darle paso al misterio de la noche.
Cuando el sol se va, arrastra la vitalidad y la alegría: se va todo, incluyendo los ruegos.

- 1. VLA. Tallo del maíz. ↩︎
- 2. Perú. Campo o sementera. ↩︎
- 3. Quechua. Manantial. ↩︎
- 4. Quechua. de Charqui, voz empleada para designar a carnes deshidratadas y conservadas por sal. ↩︎
- 5. VLA. Audaz, sabido. ↩︎
- 6. VLA. Zapatos. ↩︎
- 7. VLA. Sombrero de paja envejecido por el tiempo y uso, generalmente rotito y sin forma. ↩︎
- 8. Hora canónica. Aproximadamente las 18:00 h. ↩︎
- 9. VLA. Locución: con mucha nata. ↩︎
- 10. VLA. faena, trabajo. ↩︎