Con la incertidumbre dibujada en su rostro y la energía inquebrantable de la juventud, la profesora Celia Chávez Farfán emprendió hace 35 años un viaje que cambiaría su vida y la de muchos otros. Su destino: la institución educativa del anexo Tocra, en la remota provincia de Caylloma, Arequipa. A los 27 años, Celia se enfrentaba a un desafío que la convertiría en más que una maestra; sería una guía, una madre y un faro de esperanza en una comunidad olvidada por el tiempo.
Desde el primer día, Celia sintió el azote del clima extremo: un sol abrasador que devoraba el paisaje durante el día y una helada penetrante que mordía los huesos por las noches. Pero esos no eran los únicos contrastes que la nueva maestra tendría que enfrentar. Los estudiantes de Tocra hablaban predominantemente quechua, una lengua desconocida para ella. Sin embargo, la barrera del idioma no fue suficiente para detener su determinación. Con paciencia y dedicación, comenzó a aprender palabras básicas en quechua, creando un puente lingüístico que facilitaría su misión educativa.
La escuela carecía de materiales esenciales y equipos tecnológicos, convirtiendo cada lección en un ejercicio de creatividad y adaptabilidad. Sin electricidad ni celulares, el aislamiento se volvía una oportunidad para la inventiva. “Había motivo para ser creativos, para cubrir las necesidades y elaborar los materiales de trabajo. Yo me quedé a vivir en el colegio, entonces había tiempo (pero no todos los materiales) para hacer manualidades para las diferentes áreas”, recuerda Celia, su voz llena de nostalgia y orgullo.
En Tocra, la enseñanza era un caleidoscopio de edades y conocimientos, con alumnos de diferentes niveles compartiendo el mismo espacio. Esta circunstancia llevó a Celia a asumir múltiples roles, más allá de la simple docencia. En muchos casos, suplió la ausencia de madres que trabajaban en el campo, brindando una atención especial a los niños que necesitaban más que solo instrucción académica.
El desafío del idioma se transformó en un enriquecedor intercambio cultural. “Fue un aprendizaje mutuo. Ellos me enseñaban el quechua y yo el español. Eran muy hábiles, los más grandecitos me ayudaban a entender a los pequeños”, relata Celia con una sonrisa. Este aprendizaje bidireccional no solo fortaleció su vínculo con los estudiantes, sino que también le permitió integrarse profundamente en la comunidad.
Hoy, Celia continúa su labor educativa en el Colegio Arequipa, en el nivel primario, donde su pasión por la enseñanza sigue siendo tan fuerte como el primer día. Sin embargo, no puede evitar lamentar las persistentes desigualdades entre las escuelas rurales y urbanas. “El Estado aún no ha cerrado brechas en las instituciones de las zonas rurales y los escolares sienten esa diferencia en atención de infraestructura, servicios básicos, implementación en relación a colegios de las zonas urbanas”, reflexiona con una mezcla de tristeza y esperanza.
El 6 de julio pasado, con motivo del Día del Maestro, Celia recibió un merecido reconocimiento de la Municipalidad Provincial de Arequipa, junto a otros 30 docentes de la UGEL Norte, por sus 25 y 30 años de servicio. Este homenaje no solo celebra su dedicación, sino que también resalta la importancia de aquellos que, como Celia, eligen caminos difíciles para sembrar el futuro en los corazones de sus estudiantes.
Bajo el cielo inmenso de los Andes, donde las montañas susurran historias de antaño y el viento lleva consigo los sueños de los niños, Celia Chávez Farfán se erige como un testimonio viviente de la resiliencia y la pasión. Su historia es un recordatorio de que, incluso en los rincones más remotos y desafiantes, la educación puede florecer cuando se cultiva con amor y dedicación. Las palabras de Celia resuenan como un eco en el valle, una melodía que habla de sacrificio y esperanza, una sinfonía que celebra la noble tarea de enseñar.